Rechazar la mentira tampoco vuelve a nadie inmune al prejuicio. Esto todo el mundo debería tenerlo muy claro. A fin de cuentas, el esfuerzo por descubrir la verdad es inseparable de la conciencia de que nuestra visión de las cosas depende de factores que se nos escapan y sobre los que apenas ejercemos control. Dicha falta de control resulta indispensable para que haya acción. «Comprender la historia de manera errónea es crucial para una nación», dice Renan con lucidez. El esfuerzo por aclararlo todo conduciría a la paralización. Pensemos en la España del xix, donde, a pesar de llevarse a cabo una profunda limpieza del fabuloso pasado heredado, pervivieron planteamientos no demostrados y se introdujeron otros infundados o falsos sencillamente porque congeniaban con las creencias, intereses o proyectos del presente. La interpretación de la Reconquista como reconstrucción de algo que ya existió, idea que justificó la creencia posterior en un carácter español invariable; o la atribución a los Austrias de la destrucción de las libertades y derechos de los reinos integrantes de la Corona española y la mitificación consiguiente de los movimientos de resistencia al poder real (comuneros, germanías, justicia de Aragón, segadores…), expresión de una supuesta soberanía popular, son un buen ejemplo de lo que trato de expresar. ¿De dónde sacaron los historiadores decimonónicos que dichos movimientos encarnaban la soberanía popular?, ¿acaso en los primitivos reinos hispánicos hubo semejante cosa? La respuesta, para quien estuviera familiarizado con el mundo medieval, tenía que ser por fuerza negativa, pero, en un momento en que se buscaba con ansiedad la unificación jurídica del país, a nadie le interesó demasiado la verdad.

La nación, que, durante la guerra de la Independencia, en ausencia del rey, había tomado conciencia de sí misma y asumido como un derecho la soberanía, trató de justificar aquel paso inventando un pasado ideal en el que el rey y el pueblo se hallaban en el mismo plano. Era una mentira en toda regla, pues, primero, habían sido los Borbones, empeñados en fortalecer y modernizar el poder del Estado, y no los Austrias, quienes trataron de suprimir las leyes particulares de los diferentes reinos, a fin de imponer una legislación común; y, segundo, esas leyes nada tenían que ver con libertades y derechos, sino con privilegios de origen feudal que favorecían a la nobleza. Curiosamente, la extraña evolución del país a lo largo del siglo xix, con su traumática incapacidad para superar el pasado y, a la vez, adaptarse a los nuevos tiempos, dio pábulo a que esta falsa verdad se volviera en contra de la propia nación. La pérdida de las últimas colonias fue acompañada por un sentimiento de fracaso que alimentó la convicción de que España era un país anómalo, mal constituido, y que la solución de sus males, al menos eso empezaron a defender los nacionalistas, era liquidarlo, admitir que la integración de sus partes nunca acabó de producirse y que lo mejor era romper el Estado y volver al punto de partida.

REACCIÓN, NARCISISMO, ENSIMISMAMIENTO
El sentimiento nacional no es natural. Fue, sin embargo, decisivo para la consolidación de los Estados modernos. Antiguas y poderosas construcciones políticas, la milenaria República de Venecia o el Imperio austrohúngaro desaparecieron de escena debido a su incapacidad para generar una identidad nacional. En el horizonte actual, el de la globalización, tales identidades parecen haberse vuelto un lastre. La simple supervivencia política o económica exige una integración creciente. La nación, como organismo natural o alma colectiva, constituye un obstáculo. Claro que esta forma de concebirla, la concepción romántica, no es la única que existe. Los ilustrados, padres de la idea de nación, confiaban en el poder del Estado y de la ley para homogeneizar a las poblaciones, pero lo esencial para ellos son los individuos. Desde su perspectiva, la nación no es algo orgánico, biológico, sino una construcción cultural ampliable en cualquier dirección. Fueron los románticos, con su apego a la naturaleza (raza, clima, paisaje) y su oposición al progreso, quienes imaginaron la nación como una especie de entidad invariable. Que el sentimiento nacionalista prosperara allí donde, a pesar de existir una comunidad lingüística o cultural, no había surgido un Estado, o donde el Estado funcionó de modo insatisfactorio, no es casual. De lo primero son ejemplo Alemania e Italia; de lo segundo, España, uno de los Estados más antiguos del mundo, con una población uniforme (lingüística, cultural, racial y religiosamente) con graves problemas de identidad.

El nacionalismo surgió en España como reacción al proceso homogeneizador impulsado por un Estado débil y una burguesía que vivió de manera traumática el lento tránsito a la modernidad. Sus seguidores, contrarios a la industrialización, la centralización administrativa, la secularización y todo cuanto amenazara la personalidad orgánica de los reinos que los Reyes Católicos unieron bajo su Corona, rechazaron la ilustración y el sistema liberal burgués en nombre de una idealizada época medieval, hontanar de las naciones culturales. Su romántica apología del mundo medieval, periodo mítico en el que, según sostenían, imperaban la libertad y la justicia y señores y siervos cooperaban bajo el espíritu de la verdadera religión, descansó en grandiosas mentiras. La primera y fundamental fue la invocación a una «nación soberana» que habría existido ya en un momento histórico dominado, paradójicamente, por el principio de la desigualdad jurídica. Como su horizonte mental seguía siendo el de la fe (los lazos del nacionalismo con la Iglesia son bien conocidos) y la fe suministra a quien la tiene la extraordinaria ventaja de poder poner cualquier incongruencia fuera del alcance de los críticos, el proceso de falsificación del pasado se desarrolló sin freno. Las refutaciones de los sabios —en ocasiones, sus ataques de risa— no les hacían mella. Al igual que aquel cardenal barroco que creía posible pintar cuerpos del natural sin desnudarlos, ellos estaban convencidos de poder participar en el debate científico sin asumir el imperativo de veracidad. Oscar Wilde dio una explicación indirecta de esta actitud en su ensayo La decadencia de la mentira al distinguir entre la desfiguración de los hechos, o sea, la mentira de quien respeta la verdad, y la verdadera mentira, con su desprecio hacia toda prueba. «La verdadera mentira posee su evidencia en sí misma, no necesita más». Se comprende, aunque constituya una vergüenza para sus partidarios, que los hechos inventados por el nacionalismo sean, además de falsos, irrisorios. Sin entrar en el bochornoso capítulo del racismo, clásico vicio nacionalista, basta con evocar las necedades que los vascos invocaron para construir su identidad nacional (que el autor de los fueros fue Noé, que los López de Haro, señores de Vizcaya, eran vástagos directos del hada Melusina, que la lengua vasca fue una de las lenguas surgidas en la torre de Babel…). Una lista parecida de insensateces se podría hacer con los argumentos esgrimidos por quienes reducen la historia de Cataluña a una sucesión de gestos heroicos de resistencia frente al centralismo castellano o español.

Los hechos se manipulan a voluntad y, como lo que se persigue no es el aplauso de los sabios, previamente desacreditados como esbirros del poder, sino la adhesión de los ignorantes, la cosa funciona del mismo modo que lo hacían las mentiras sobre el apóstol Santiago. «Al ignorante todo le parece posible», dice Kafka. Dirigirse a un círculo de personas convencidas de que no existe otra verdad que la que concuerda con los dogmas de la corrección patriótica tiene, ciertamente, muchas ventajas para el historiador desaprensivo. Una, y no pequeña, es despreocuparse de las fuentes. Cualquier texto vale como prueba, incluidos aquellos que los expertos rechazan, los falsos cronicones, por ejemplo, que llegan incluso a manipular, interpolando en ellos lo que interesa, al estilo de lo que se ha hecho con una reciente edición del seudo-Boades, donde se han sustituido las referencias originales a España por… «la Península». Según parece, no se equivocan quienes piensan que el único requisito para ser nacionalista es no ser nada más.

TOTALITARISMO Y GLOBALIZACIÓN
Aunque la idea de nación como sujeto de la historia ha prevalecido hasta hace poco —los historiadores actuales tienden a interesarse más por los fenómenos globales o por aquellos que pasaron desapercibidos a sus antecesores (vida cotidiana, minorías)—, tuvo grandes enemigos. Marx y Engels son, sin duda, los más conocidos. Desde su perspectiva, la de la lucha de clases, el protagonista de la historia no son las naciones, sino los hombres. El problema es que éstos viven sumidos en un horizonte determinado por creencias que enmascaran y subliman los intereses de los poderosos. Para convertirlos en verdaderos agentes de la historia, es preciso sacarlos antes de la alienación, lo que exige derribar el Estado (y la nación), encarnación de la hegemonía burguesa. Mientras tal cosa tiene lugar, los únicos que entienden los acontecimientos, o sea, los únicos para quienes la realidad no es un conjunto aleatorio de sucesos contingentes, sino algo racional, son aquellos que han logrado acceder a los misterios teóricos de la revolución. La infalibilidad que se atribuye en los regímenes comunistas inspirados en Marx al líder y órganos supremos del partido es consecuencia directa de la teoría y no una circunstancia casual. No en vano el materialismo histórico, a diferencia de la historiografía ilustrada, supone que los hechos están sujetos a ciertas categorías a priori, cuyo conocimiento es la expresión de ese saber absoluto del que hablamos en páginas anteriores. No hay nada azaroso e indeterminado en los acontecimientos sociales, nada irracional, o al menos eso pensaban hasta que la realidad tuvo la descortesía de desmentirlos.

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