Pero quizá lo más ilustrativo para comprender el peso extraordinario de la mentira durante el tiempo en que fue hegemónico el catolicismo es que la falsificación sirviera también de alternativa reivindicatoria. La palma en esto la tuvieron los Plomos del Sacromonte, doscientas veintitrés planchas circulares de plomo de diez centímetros, grabadas con dibujos y textos en latín y caracteres árabes, que aparecieron en Granada a finales del xvi, poco después de que se hubiera descubierto allí, en el curso de unas obras en la torre Turpiana, una caja con los restos del mártir san Cecilio, un pergamino políglota y una imagen de la Virgen. El fin de todos estos documentos era demostrar que cristianismo e islam podían entenderse. Sus creadores, probablemente moriscos, sugerían que, en los albores de la cristiandad, los granadinos fueron convertidos por misioneros de lengua árabe (san Cecilio, acompañante de Santiago, venía de allí) y que, por eso, los moriscos eran… ¡cristianos viejos!, lo que debía tenerse en cuenta antes de su previsible expulsión, en aras de la integridad racial del país. Tragarse semejante patraña parece imposible, pero como, entreveradas, se deslizaban afirmaciones relativas a la evangelización de la península ibérica por Santiago y al dogma de la Inmaculada Concepción, asuntos sobre los que discutía la jerarquía española con una Roma poco dispuesta a respaldarla, varios distinguidos prelados no dudaron en concederle crédito y defender su autenticidad hasta que, en 1682, el papa Inocencio XI zanjó definitivamente el debate con un breve condenatorio.

ESTADOS Y NACIONES
Puede que la patria no sea «un conjunto de prejuicios e ideas sin alcance», como escribió Renan, pero no hay duda de que el sentimiento patrio, en cualquiera de sus múltiples variantes, desde el localismo al nacionalismo, ha sido siempre una fuente inagotable de falsedades. Antes de que surgiera esa fábula paranoica de la leyenda negra, había ya en España una leyenda rosa dedicada a mostrar sus grandezas. La tentación narcisista de ensalzar lo propio y despreciar lo ajeno es muy poderosa. En su Historia verdadera —el primer tratado conocido sobre la mentira—, Luciano de Samósata sostenía que las patrañas patrióticas son las más disculpables por ser también las más comunes. Claro que si encima uno se mueve en un horizonte espiritual que da por supuesto que la verdad habita en el interior del hombre —tesis agustiniana que parecen haber asumido los partidarios actuales de la posverdad— la tendencia a confundir realidad y fantasía se impone sin remedio. Es curioso, en este sentido, que un francés del siglo xviii, el abate Raynal, describiera a los españoles como «idólatras de sus prejuicios». No gentes con prejuicios, algo común a todos los pueblos, sino como idólatras de los mismos. Los historiadores no fueron una excepción. Al fin y al cabo, se consideraban combatientes que luchaban en una guerra ideológica y estaban dispuestos a lo que fuese con tal de favorecer a una Iglesia que aspiraba a seguir controlando el pensamiento y una monarquía resuelta a sacrificar hasta el último pedazo de su imperio en defensa de los intereses de la dinastía y la religión a la que había ligado su destino. Su parcialidad resulta escandalosa, aunque nadie que conozca la siniestra labor de los «intelectuales comprometidos» en defensa del comunismo puede asombrarse de que esto haya podido ocurrir. Pocos consideraban necesario para la buena práctica del oficio anteponer los acontecimientos reales a las propias creencias, si bien algunos hubo antes del siglo xix, autores como Ambrosio de Morales o el padre Mariana que, a pesar de sus innumerables defectos, prefirieron asumir el riesgo de ser acusados de antipatriotas a admitir como sucesos verídicos las patrañas de los falsarios.

Hasta bien entrado el siglo xviii, los protagonistas de la historia eran los monarcas. Fueron ellos quienes, luchando contra la disgregación feudal, aglutinaron gentes y territorios y crearon los Estados. Cualquier enlace matrimonial, cualquier herencia podían destruir un reino o lo contrario. Pensemos en el reino de Portugal, nacido a partir de un pequeño condado entregado como dote por Alfonso VI de Castilla y León a su hija Teresa. En esta labor de integración les asistía un derecho divino. Los reyes lo eran por la gracia de Dios y sus obras simplemente encarnaban los designios de la providencia. Esto es lo que se creía. De lo que no cabe duda, desde luego, es de que los Estados no surgieron por generación espontánea y, mucho menos, por consenso. Su instauración y consolidación proceden siempre de una acción prolongada, por lo general, violenta. Fronteras, impuestos, leyes se acatan a la fuerza. El Estado, lejos de lo que sostiene el nacionalismo, es anterior a la nación. Si se habla, por ejemplo, de nación española es porque antes existió España como realidad política. Ésta fue obra de los Reyes Católicos, quienes, tras añadir nuevos reinos a sus herencias particulares, legaron a sus descendientes una corona común. Pretender que bajo esta construcción histórica ha habido un pueblo con unas características invariables es un mito; igual que mito es suponer que los elementos integrantes de dicha unidad han perdurado a través del tiempo como átomos culturales. La idea de nación, entendida como unidad orgánica y agente de la historia, nació con la decadencia del Antiguo Régimen y fue, en gran medida, producto del pensamiento ilustrado.

La historia es siempre una construcción. Hechos más o menos contrastados se organizan según un principio rector. Éste no depende tanto de la decisión personal del historiador como del horizonte en que se encuentra. En el horizonte cristiano del Antiguo Régimen, los protagonistas de la historia eran los reyes, instrumentos de la providencia divina. A partir de la Ilustración, las naciones. La religión dejó de ser el nexo espiritual básico entre ciudadanos; el rey, la clave de su unidad política; los estamentos, la base de su organización social. Todo eso fue sustituido tras la revolución burguesa por constituciones que proclamaban la igualdad de los ciudadanos ante la ley. El tránsito a un nuevo régimen político coincidió con un cambio de horizonte. La ilustración encarnaba valores distintos a los que habían imperado desde la Alta Edad Media. Los ilustrados opusieron la historia, como progreso, a la transcendencia y la razón; la capacidad humana para conocer el mundo, a la fe. El progreso al que se referían era el de la humanidad en su conjunto, pero encarnado en el desarrollo de las naciones y su capacidad para instaurar derechos ciudadanos. Esto animó a los gobernantes a extender entre la población la conciencia patriótica. Los historiadores dejaron de trabajar al servicio de la monarquía o de los mecenas de la Iglesia y la aristocracia para ponerse al servicio de la nación, un concepto que se legitimó elaborando una nueva visión del pasado, recuperando e inventando un patrimonio y tratando de establecer una identidad cultural y artística encarnada en los museos, los panteones de hombres ilustres, etcétera. El modelo clásico de esta labor de reconstrucción de un supuesto pasado nacional lo representa la obra en Francia de Eugène Viollet-le-Duc, luego imitada en todos los países de Europa hasta casi nuestros días (el mejor ejemplo español de invención histórica es el barrio Gótico de Barcelona, cuya construcción se emprendió en tiempos de Primo de Rivera, y no el de Santa Cruz de Sevilla, original del siglo xiii, que no levantó, como dicen ahora algunos acomplejados historiadores catalanes, el marqués de Vega-Inclán, responsable sólo de que no fuera demolido para modernizar la ciudad).

La invención de la tradición parece responder a lo mismo que llevó a la Iglesia a recurrir a la «Donación de Constantino»: hallar un vínculo con el pretérito que legitimara el cambio de poder. No obstante, los historiadores ilustrados, a diferencia de sus predecesores, se sometieron a las restricciones impuestas por la disciplina científica y, por lo tanto, al imperativo de veracidad que Kant asoció a la dignidad racional del ser humano. Para Kant la mentira es mala sean cuales sean sus motivaciones o consecuencias. Decir la verdad, querer decir la verdad, constituye, a su juicio, la condición básica de la sociabilidad humana. La conciencia del carácter sagrado de la verdad no evita, sin embargo, la idealización, la mitificación, la deformación del pasado. Si algo hay difícil, tratándose de historia, es eliminar por completo los elementos ficticios o imaginarios. Incluso un hecho reciente y bien documentado puede caer sin que nadie consiga evitarlo en una frustrante confusión. Los aficionados a la filosofía recordarán, por ejemplo, la imposibilidad de saber a ciencia cierta qué sucedió en el célebre encuentro de octubre de 1946 en el Club de Ciencia Moral de la Universidad de Cambridge entre Wittgenstein y Popper (Wittgenstein, supuestamente, blandió un atizador), debido a las diferentes versiones ofrecidas por la treintena de testigos presentes en el lugar.

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