POR JORDI GRACIA

Este género intruso llegó para quedarse hace ya muchos años, aunque no siempre con el tráfico despejado. Cuando apenas empezaba yo a escribir sobre letras españolas recientes, Francisco Rico incluyó una frase suya en Los nuevos nombres, 1975-2000, último volumen de la Historia y crítica de la literatura española, que no había escrito yo (aunque con permiso del editor, Gonzalo Pontón). Según Rico, Trapiello en sus diarios no tenía nada que decir y lo repetía incansablemente. Podía no ser más que una venganza episódica en plena trifulca doméstica, pero era algo más: sancionaba de forma indirecta la existencia real de una modalidad literaria sin tradición sólida en España, capaz, por de pronto, de irritar al profesor Rico. Ese volumen sobre nuevos nombres de la democracia incluía por primera vez en una historia académica de la literatura esa modalidad de escritura como espacio natural del nuevo ecosistema literario, junto con las variadas expresiones del memorialismo y la autobiografía (también de forma tradicional excluidas del género, si bien aceptadas por Rico). Un poco después, en Hijos de la razón, dediqué otro capítulo extenso a imaginar el nuevo mapa geoliterario del diario de escritor y el dietario, sin obviar un pasado intermitente y brillante que se remontaba Baroja o al Juan de Mairena de Machado (y su hijo pletórico, mayor y tardío, Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, de Rafael Sánchez Ferlosio), pasaba por coetáneos como La gallina ciega, de Max Aub, o El quadern gris, de Josep Pla, y alcanzaba al menos hasta la sofisticada inteligencia juvenil del diario de Gil de Biedma o el inasible lirismo ácido de un prosista extraordinario en el caso de Francisco Umbral, ya en los años de la muerte de Franco.

Pero las cosas habían cambiado tan sustancialmente hacia el año 2000 que ese capítulo de Hijos de la razón reclamaba una muleta algo insólita: una bibliografía estrictamente informativa de diarios y dietarios editados, porque el lector no iba a encontrarla en ningún otro sitio. Ni era ni podía ser exhaustiva, como en absoluto va a serlo esta nota de lecturas articuladas con algunas novedades (con exclusión explícita por mi parte de la extraordinaria proliferación de blogs que infinitamente mejor que yo conoce Daniel Escandell). Cuando Domingo Ródenas y yo empezamos a pensar en el séptimo volumen de la Historia de la literatura española de Crítica que dirigió José-Carlos Mainer, titulado Derrota y restitución de la modernidad, 1939-2010, no hubo duda alguna de que tanto la parte de historia cultural y de sistema literario como la parte dedicada a obras y autores debía incluir la literatura autobiográfica, entre otras cosas porque Mainer había sido lector sagaz y crítico tempranísimo de diarios y dietarios al menos desde El aprendizaje de la libertad.

La democracia había vivido ya en el cambio de siglo los efectos benefactores del impulso combinado de nuevos escritores y la libertad de dos lenguas literarias. La bicapitalidad cultural de la España de la democracia entre Madrid y Barcelona pocas veces se muestra tan persuasiva y eficiente como en los géneros autobiográficos y, en particular, el dietario. Sin Josep Pla, Joan Fuster y Pere Gimferrer se hace inimaginable la afición que un puñado de jóvenes despliegan entre los años setenta y ochenta (a veces sólo en secreto) por ese género sin género como espacio privativo de su indocilidad, su rebeldía o sus frustraciones, mientras escriben y a veces publican cuadernos personales como los que por entonces entregan Francisco Umbral y José Jiménez Lozano, como los que inmediatamente después aportan Miguel Sánchez-Ostiz, Andrés Trapiello y José Luis García Martín, además de las entregas más pausadas de otros dietaristas fieles, como Antonio Martínez Sarrión, Valentí Puig, Feliu Formosa, José Carlos Llop, Àlex Susanna o Eduardo Jordá, o puros meteoritos tan valiosos y atípicos como Miquel Bauçà y Cristóbal Serra.

Nutren con una evidente pluralidad de tonos y maneras una tradición mutante que crecerá hasta hoy con un signo masculino alarmantemente hegemónico y que aún espera un buen análisis extenso de conjunto (como espera todavía una explicación convincente la escasa participación femenina). Fue pionero el estudio del diario íntimo en España de Danielle Corrado publicado en 2000 mientras la aproximación de Anna Caballé en Pasé la mañana escribiendo. Poéticas del diarismo español (2015) es todavía insuficiente, con llamativas omisiones y, a menudo, desequilibrada. Tiende a desestimar el valor del diario de escritor o los dietarios en favor de una restrictiva acepción de intimidad y diario. El capricho alfabético, además, juega la mala pasada de juntar un artículo sobre una sobrevalorada Laura Freixas con una muy tibia apreciación del excepcional Joan Fuster, por ejemplo, o la desmedida atención hacia los diarios de Ignacio Gómez de Liaño deja en apenas un folio el análisis de los seminales dietarios de Pere Gimferrer (Anna Esteve se ocupó en un trabajo de conjunto muy académico de El dietarisme català entre dos segles, 1970-2000, [2010]).

Hoy el grueso del género es ingente, incluso abrumador, y no aludo únicamente a los miles y miles de páginas que Trapiello ha ido editando desde 1990 en su Salón de pasos perdidos (veinte volúmenes a la fecha, con un Vidario a muchas manos como primer estudio global, publicado en 2009), ni siquiera pienso en la continuidad algo más irregular de Miguel Sánchez-Ostiz, sino en la miríada casi ingobernable de autores en castellano y en catalán que han abastecido un mercado minoritario pero fiel a las meditaciones intimistas, narrativas, críticas o coléricas de los autores. Hace mucho tiempo, contra lo que algunos dicen creer, que la distinción entre el diario íntimo o personal y el dietario o diario de escritor está establecida como orientación sobre la naturaleza de la experiencia literaria que ofrece el autor. De hecho, al menos dos de los mejores han usado ese criterio obvio para entender el género, como Trapiello y Sánchez-Ostiz, ambos brillantes y dispares ensayistas sobre la literatura autobiográfica, y el segundo es quien mejor ha explicado la pasión del diario como práctica de riesgo (iba a decir, un poco en su propio tono zumbón, deporte de riesgo).

Ambos formatos ideales son sólo los dos polos de una basculación trufada de hibridaciones, mezclas y tentativas. Sin embargo, no es raro escuchar entre lectores y críticos una protesta con variantes de forma, aunque con el mismo fondo: las literaturas española y catalana no han dado todavía diarios donde la viscosidad caliente de una intimidad emocional, erótica o sentimental estén en el primer plano del diario. Es posible que sea así, pero nada hace conjeturar que la dosificación restrictiva de esa intimidad como materia literaria sea una idea equivocada. De hecho, las múltiples calas en las pejigueras conyugales (o semiconyugales) que hallamos en los diarios póstumos de Carlos Barral (editados tanto por Carme Riera como por Luis García Montero) o las que cedió Jaime Gil de Biedma (en el grueso tomo con inéditos que preparó en 2016 Andreu Jaume para Lumen) mejoran sin duda nuestro conocimiento de los autores, pero no a aumentan ni su calidad literaria ni tampoco la del género. Asimismo, fueron póstumos los cuadernos de Carmen Martín Gaite bajo el título de Cuadernos de todo, aunque algo de sus tonos e intenciones estuvieron en otros textos capitales de la autora, como El cuento de nunca acabar, mientras los también póstumos papeles privados de Valente, editados por Sánchez Robayna, ofrecen la vertiginosa inmersión en tiempo real en la pugna inagotable por la identidad contra todos, o nunca cerca del todo de nadie, en una especie de altivo autismo cultivado y exigente, a veces con terribles ecos dramáticos en relación con pérdidas cercanas, incluso cuando las más crueles no han llegado todavía («¿Hice yo todo lo necesario para que ellos fuesen felices?»).

Algunos de los diarios que más programáticamente han aspirado a sondear esa intimidad —las angustias, los miedos, la sexualidad, la debilidad—, como ha sido el caso de la expresividad descarnada y muy directa de Roger Wolfe o el de Laura Freixas y Una vida subterránea, sólo a medias satisfacen otras exigencias literarias, aunque sin duda sí doten al diario de una densidad afectiva y sentimental infrecuente. La misma Laura Freixas coordinó un dossier de Revista de Occidente sobre el diario íntimo hacia 1996, concebido, sobre todo, como escaparate antes que como aproximación crítica a esa supuesta carencia del diarismo contemporáneo. Pero a la vez pudo estimular o coadyuvar a la investigación en el diario íntimo, tal como creció en sucesivos trabajos críticos y de campo de Manuel Alberca (y, especialmente, La escritura invisible), menos relacionados con la literatura de diario que con la escritura secreta de la intimidad.

Cuando se publicaron esos estudios no existía todavía un libro de Marta Sanz que vale como un síntoma más de la aclimatación del diario personal en el banco de pruebas que es casi siempre la mejor novela. Clavícula involucra de manera tan directa a la persona de la autora en la ejecución de la novela que su forma desarticulada está articulada, precisamente, por aquello que la delata, la desnuda o la explica como persona y no sólo como escritora. Es una novela íntima que no fabula la intimidad al sujetarse a la disciplina del diario íntimo con espléndidos resultados literarios. Esa deliberada combinación de géneros monopoliza la mejor literatura europea del último medio siglo, o del siglo entero, en realidad, y, por el lado de la poesía y no de la novela, halla un reciente ejemplo en el diario lírico Historial, de Marta Agudo, por ejemplo.

Esas disensiones son irrelevantes respecto al poder de un vasto campo de literatura que lo ha ensayado casi todo a lo largo del siglo xx. La escritura de diarios de autor entre los mejores —de Gide, Kafka o Pavese a Klemperer, Pizarnik, el Borges de Bioy Casares o Jünger— constituye una forma de la disciplina íntima que no se emparenta tanto con el onanismo (contra lo que suele creerse) como con la filosofía vital, moral y práctica, tan práctica que es en acto y en directo, a menudo sin filtros atenuadores, otras veces con filtros y máscaras que son tan delatores como la desnudez misma, y a veces con el rastro crudo del ímpetu o el rencor, la tristeza o la pura desesperación. Algunos de los mejores diaristas en España —incluidos los más recientes y valiosos: Iñaki Uriarte e Ignacio Vidal-Folch— emprenden la escritura como forma propiamente informe, porque ésa es la herramienta de una expresión que es exploración y exposición de un sujeto hecho de júbilos y reservas, de recelos y sospechas, de aprensiones y epifanías, del crujir del miedo y la angustia vital del desnortamiento y el reencuentro (o el furibundo nihilista invisible, vestido de cultura, como en las escasas y extraordinarias breverías que dejó Carlos Pujol). No importa con qué pretexto, y no importa tampoco con qué razón destilan sus humores. No se trata de ver en el género la voz de un juez, sino la de un personaje fabricado tan cerca de sí mismo que es por fuerza muchos, si quiere ser uno: un yo en sublevación permanente que no se ajusta a perfil preconcebido alguno ni sueña con una coherencia inmaculada porque es falsa, retórica o impostada. La sangre envenenada de la nota acre de una mala tarde se acompasa con la liturgia de un paseo reparador y restitutorio con el sol fundiéndose en el horizonte o salvándose al calor de una lectura absorbente y redentora.