Y mientras aún esperamos los acuerdos necesarios para la edición de los diarios de Luis Felipe Vivanco (la muestra de 1976 fue un vibrante anticipo sin continuidad) otras dos vidas de diario han cobrado una potencia inusitada a través de sendas ediciones póstumas: el caso de Joan Estelrich y sus Dietaris, en edición de Manel Jorba, invita a descubrir el brillo agridulce del tiempo más sombrío, entre 1936 y 1946. A pesar de las desesperanzas, se confabulan para redimir el tiempo vivido el buen humor, un hedonismo cierto y la alta cultura del escritor. En cambio, el método del carnet y la anotación de agenda hacen de los diarios de Alexandre Cirici Pellicer una impagable fuente documental, entre 1946 y 1961, para la historia menuda de los circuitos culturales y conspirativos del antifranquismo, no sólo catalanista, y, por supuesto, la intimidad de un extraordinario crítico de arte. La edición de las ciento treinta y cuatro libretas conservadas no es completa y corrió a cargo de Glòria Soler con el título Diari d’un funàmbul.

A modo de mera coda documental, quizá vale la pena recordar que por fin disponemos de la edición íntegra de los cuadernos personales que Juan Ramón Jiménez rotuló en una carpeta como Guerra en España, al exquisito cuidado de Soledad González Ródenas. También la reedición a cargo de Xosé Manuel Núñez Seixas de otro clásico muy diferente ha puesto de nuevo en circulación la prosa y los silencios de Los cuadernos de Rusia, de Dionisio Ridruejo, mientras que está en marcha la edición de los monumentales diarios de Joaquín Ruiz-Giménez, concebidos un poco a la manera de Manuel Azaña, pero sin su calidad literaria ni su perspicacia ni su zorrería: hoy contamos ya con una edición de Obras completas de Azaña, a cargo de Santos Juliá, que incluye la totalidad de sus diarios.

Por último, y ya casi a modo de colofón antiguo, rotundo y feliz: que Unamuno había hecho de joven su viaje europeo ilustrado lo sabíamos por él mismo, para empezar; lo que no podía imaginarse es que la calidad de las anotaciones, la virulencia del personaje y la inmediatez de la confidencia feroz hacia 1889 tuviesen la fuerza que ha revelado la edición de sus dos cuadernos de viaje en este mismo 2017, a cargo de Pollux Hernúñez en la pequeñísima editorial Oportet. O mejor, quizá sí lo sabía Unamuno, y por eso aprovechó apenas unas pocas páginas en artículos dispersos y nada indicativos de la riqueza proliferante, directa y preunamuniana de un mismo Unamuno dispuesto a seguir «la santa lucha de la fuerza bruta». Otros la han seguido muchos años después con alguna mayor moderación, a veces remilgada, con recato y sin recato, en modo lírico, trágico, épico o contemplativo. Pero la riqueza del panorama coetáneo del dietario o diario de escritor quiebra de raíz cualquier sospecha de conformista docilidad con el presente, al menos si se atiende a un buen puñado de escritores con propensión a la confidencia, la incontinencia verbal y, a menudo, soberanamente sabios.

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