Desde la monumental edición de los diarios de Ignacio Carrión, o tras las más de dos mil páginas de los cuadernos de Salvador Pániker, o las prosas sincopadas y dañadas de Chantal Maillard o el volumen de Demonios íntimos, de Xavier Rubert de Ventós, la materia oscura de Valentí Puig o la publicación de Noches sin dormir, de Elvira Lindo, cualquier consideración sobre la pobre o asténica intimidad de un escritor contemporáneo en sus diarios deberá ser rebajada a prejuicio desinformado o a fósil ilustrado. En el primer caso, en particular, nada hay comparable en las letras españolas al ejercicio de dramatización obsesiva de averías que emprendió Ignacio Carrión desde su juventud, con una inaudita exhibición de impunidad en el juicio lapidario y descalificador. Algo de ese talante radical de Carrión colinda con las múltiples y a menudo intercambiables entregas de José Luis García Martín, que son como una suerte de agenda glosada de su vida literaria cuando incluye confidencias, chismes o transcripciones de conversaciones concebidas expresamente como venganzas contra las mentiras o la vacuidad flotante en la sociedad literaria: a veces parecen pura munición para batallas que ignoramos (sea en Fuego amigo o Leña al fuego, sea en Para entregar en mano o Al otro lado), pero perdería la mitad de la chispa malévola y doméstica sin ese ingrediente. La práctica ritual de Ignacio Carrión tiene algo de compulsivo análisis terapéutico, de cobijo o paliativo contra la autodestrucción y la desmesura de un afán de verdad, adictivo y a la vez revelador: el rigor de la confidencia sobre él y su entorno inmediato es hermano de sangre de su información reservada y muy exclusiva a propósito de políticos, periodistas y medios que ha conocido y que escarnece con la impunidad de quien medita a solas, sin reservas y sin mitigar ni el rencor ni la furia.

Buena parte de aquellas discusiones escolásticas sobre el ser o la esencia metafísica de los diarios tuvieron en años recientes a Andrés Trapiello como interlocutor tácito y explícito, sobre todo desde los sucesivos prólogos socarrones y a menudo burlonamente ácidos de sus entregas del Salón de pasos perdidos. En el último, Sólo hechos, y en apenas medio prólogo, ha tenido incluso que reeducar la rigidez de otro diarista altivo, Arcadi Espada, para quitarle intransigencias categóricas y animarle a descubrir que la literatura está hecha de gradaciones. Años atrás llegó a dar nombre a una especie de brigada policial de vigilancia de las costumbres literarias de los diaristas. En buena medida, ha asumido una forma de sabotaje socarrón y antiacadémico para exhibir su irreverencia gamberra contra las presuntas reglas del género (a menudo lo ha hecho contra las prescripciones o recomendaciones de Anna Caballé). No es extraño que esta trifulca familiar no haya trascendido del circuito de estrictos adictos al género porque forma parte de la morfología de la transgresión moderna: el historiador repudia las novelas con atributos de historia veraz, el autobiógrafo positivista revoca al autobiógrafo literario y el ensayista severo degrada a bobería pasteurizada al ensayista ameno, como si cada agente aspirase a colonizar territorialmente las reglas de su género literario.

Trapiello acude a la razón literaria para legitimar la libertad de uso de los formatos y las escrituras del diario porque, en el fondo, su vasto Salón ha sido un laboratorio literario en marcha. Se descubre a sí mismo haciéndose en la plenitud biográfica de un escritor que empezó la redacción de sus cuadernos en los años ochenta y no ha abandonado el hábito hasta el día de hoy. La experimentación genuinamente literaria crece a partir de unas condiciones de partida constantes pero aptas para ensayar multitud de pruebas narrativas y de tono e incluir semblanzas, desafueros, elegías, caricaturas, viajes y fabulaciones falsamente autobiográficas mientras disfruta con la transgresión cómplice y las presuntas infracciones punibles. Los académicos tenemos ahí las de perder, dado que la nuestra es de manera necesaria una función secundaria con respecto a la literatura, y lo que ha practicado Trapiello en sus diarios ha sido una intensiva y obsesiva reelaboración de estrategias para entregar la experiencia vivida o imaginada trabada a un eje muy potente —un yo literario, un personaje—, dispuesto a subirse a todas las naves y géneros posibles. Ha afinado hasta la majestuosa floritura (que incluye la autoparodia) el efecto cómico de la humildad fingida o el desvalimiento de un narrador desbordado por los acontecimientos, los encuentros desapacibles, las conferencias inhóspitas en las que nadie le ha leído, las cenas fúnebres o joviales, las aprensiones, los accidentes y los cálculos vitales. Una mutación de los últimos tomos, quizá desde La manía, de 2007, ha sido el uso inteligente, estrictamente narrativo, de avatares rutinarios de una familia con niños que crecen y brujulean en la conciencia del escritor hasta desaparecer de casa (pero quedarse la eme de Miriam en sus altos estudios filosóficos).

Por eso la mejor definición de su novela en marcha tiene que ver con la subversión de los diarios de escritor, sin dejar de serlo, para llegar a una originalísima forma de novela, dominada por un inasible tono único hecho de distancia, ironía y una estudiada perplejidad que cae sobre sí mismo y sobre los demás. Es, sin duda, el diario que mejor explota los recursos del humor, infrecuentísimo recurso en diarios de escritores (aunque habitual en los mejores), mucho más propensos a la lección grave, la sentenciosidad un tanto almibarada, el ensayo de alto coturno o la vaporosa meditación trascendente (sin incurrir casi ninguno en la solemnidad almidonada y enciclopedista de los tomos de César Antonio Molina o la sobreactuación de estilo y victimismo de José Carlos Cataño). Su apostasía de los géneros es consecuencia de una creciente incredulidad aprendida sobre los derechos de los mismos y ha sido, desde luego, el símbolo de la aclimatación completa del diario de autor en nuestra sociedad literaria. Con el tiempo se verá que las múltiples víctimas de una caricatura risueña o envenenada suelen ser hombres (y mujeres) de un poder superior al del intruso en la tribu literaria, el que observa desde dentro y desde fuera sin escapar a la caricatura de sí mismo como ansioso neurótico, a ratos paranoico, contradictorio, incorregible e invariablemente leal a unas cuantas y suculentas manías. Entre sus detractores los ha habido de talante sólo reformista, como ha contado él mismo al evocar la carta de un lector y amigo que le emplazaba a recortar sus tomos a la mitad. Pero eso a su vez causó la rebelión de un buen puñado de lectores contrarios a semejante criterio amputador: sospecho que ahora hace lo que le viene en gana, como ha hecho siempre desde El gato encerrado.

Esta larga explicación llega dictada por una evidencia: el diarista más original y menos conformista con la práctica escolástica del género ha sido también el menos representativo de los autores de diarios literarios de la última década y media. O dicho de otro modo: la mayoría de los cuadernos de escritor publicados responden menos a la fórmula híbrida y experimentalmente risueña de Trapiello y más al modelo clásico del encadenamiento de notas fechadas o no, meditaciones, intimidades, exabruptos o desahogos. Las cavilaciones inculpatorias, las murrias sin despejar, los atolladeros con mala o poca salida y el refugio de la literatura y la huida viajera son, en cambio, la específica virtud del otro grande de los diarios de escritor en España, Miguel Sánchez-Ostiz. Está en las antípodas de Trapiello, tras haber sido cómplices y amigos, y hoy sus libros, los de uno y el otro, encarnan de una extraña forma el inestable equilibrio entre dos poéticas que sostienen, de manera imaginaria, esta esquina del ecosistema literario. Los une un idéntico e invencible aliento vital (además del talento), alimentado y empujado con actitudes que han ido decididamente alejándose entre sí en el estilo, en la selección de materiales, en el ensayo de recreación del personaje capital sobre el que pivotan sus páginas.

La escritura no da tregua a Sánchez-Ostiz porque no la da la experiencia diaria del desengaño y la frustración, de la vileza o la doblez de un mundo exasperante y, a partes iguales, gratificante e insoportable: sus diatribas contra la actualidad política y la noticia cotidiana han ido aumentando la acritud e incontinencia legítima, el asco (en palabra del autor) por una vida pública ofensiva e insultante. El motor secreto que puebla tantas páginas imprecatorias (pero también complacidas con un libro, un autor, un descubrimiento entre papeles de archivo) es la sospecha de una vida mejor en otra parte o en otro lado de su misma vida, el combate tenaz contra las musarañas paralizantes de la depresión y el sentimiento de fracaso, el repudio del postureo y de la zorrería. El moralista de fondo que hay en casi todo diarista se subleva y exaspera igual que se extasía ante los nuevos paisajes físicos y geográficos que aspiran a dulcificar las erosiones del tiempo y del cuerpo. Ha encontrado en los viajes —largos, complicados, aventureros, incluso peligrosos en sentido nada metafórico— parte de un cauce narrativo que no suelen tener sus cuadernos de campo, como los llama, y que destina a diarios específicos y generosamente permeables a los espacios recorridos —próximos, como en un espléndido Peatón de Madrid, o lejanos, como en La isla de Juan Fernández o su trepidante Cuaderno boliviano—. A veces esos viajes tienen una explotación particular fuera de los cuadernos y alcanzan a novelas tan autobiográficas como Cornejas de Bucarest, en las que se cuelan páginas abiertamente afines a la alquimia de verdad moral que hace de sus diarios ese singularísimo y atosigante laberinto intrusivo en la soledad radical, en la depresión y en la escritura como auténtica tabla de salvación, sin las fantasmagorías que tanto le gusta recrear en sus novelas. A las averías y lesiones, una embolia, los ataques de gota, la artrosis, el dolor crónico o el temor al cáncer, se sumaba «Un insidioso sentimiento de derrota personal que excedía en mucho el que mis libros no se vendieran ni leyeran, fueran destruidos o que se hubiese dejado de hablar de ellos y de mí como su autor, el que mi editor dejara de hablarme, se escurriera, y mi agente literaria rescindiera de manera unilateral nuestro contrato y me dejara literalmente colgado», para no llegar a saber en «qué demonios se había sostenido mi vida», inmersa en un «sentimiento de fracaso que alcanzaba de lleno» casi todo: «¿La escritura? Eso es mucho decir y no es nada».