POR MAURIZIO SERRA
La guerra civil española supone un hito de referencia indispensable en el discurso sobre los estetas armados desde al menos tres puntos de vista. En primer lugar, porque probablemente se trate del último conflicto romántico del viejo continente, con la posible excepción de la insurrección húngara de 1956:[i] precedido, acompañado y marcado por pronunciamientos de carácter lírico e ideológico que, olvidando a menudo la especificidad ibérica, expresaban contradicciones y laceraciones de toda la historia de Europa. En segundo lugar, porque tal romanticismo dio nueva vida a la figura del poeta-soldado. La guerra de España reservó aparentemente un papel de primer orden a los intelectuales; se dijo incluso que parecía una guerra de los intelectuales. No fue así, pero sin duda muchos lo pensaron entre quienes se sentían oprimidos por la impotencia del hombre occidental y por la confusa necesidad de echar mano a la construcción de una alternativa. En tercer lugar, porque los intelectuales –que se dirigían a luchar y a inflamar las plazas, o se limitaban a apoyar desde su propio país a una u otra facción– acabaron por aclarar su postura, cuando hasta entonces, especialmente en los países democráticos, muchos de ellos se habían mostrado ambiguos. El advenimiento de Hitler representó un punto de inflexión, pero no resultó suficiente para erradicar entre ciertos intelectuales la voluntad de continuar moviéndose por encima de la refriega. En los regímenes que garantizaban aún la libertad de pensamiento, el debate seguía siendo muy vivo, apasionado, generalizado: en Francia, Gran Bretaña, Bélgica, Holanda, los países escandinavos, e incluso en la breve España republicana hasta que se produjo el golpe de Estado de los rebeldes (junio 1931 – julio 1936).[ii] El conflicto representará la condensación de la necesidad de «actuar en serio», de pasar a la acción, de salir de las bibliotecas, de las redacciones de las revistas y de los cafés humeantes (en todos los sentidos del término). Esta exigencia había crecido tumultuosamente en el transcurso de la década sin encontrar una salida, un acontecimiento o ideal que involucrase a todos, del que a cualquier precio uno no debía quedar excluido.

Si se sostiene que «el valor decisivo de la Guerra Civil fue la intervención extranjera», resulta indudable que esto también ha de aplicarse a los intelectuales.[iii] No obstante, las decisiones fundamentales siempre estuvieron en manos de políticos y militares; en la opción de las diferentes potencias sobre si intervenir o no en España. Los aspectos ideológicos fueron, a fin de cuentas, secundarios respecto de las exigencias de la realpolitik.[iv] A los intelectuales de todo el mundo les cupo un papel de amplificación, de «megáfono» del conflicto: por ello su empeño propagandístico fue tan frecuente y de una notable relevancia. No se puede negar el desinterés y el espíritu de sacrificio de muchos de ellos, tal vez de la mayoría. Pero resulta difícil no preguntarse por la responsabilidad general de los intelectuales en un conflicto que marcó, más allá de su dimensión nacional, una nueva etapa en la decadencia de la civilización europea: un declive que se inició en 1914 y al que sigue sin vérsele una salida.

El fusilamiento de Federico García Lorca, el poeta más célebre de su generación y uno de los más grandes del siglo xx, pocas semanas después del «alzamiento nacional», fue el símbolo de una época en la que nadie tenía ya derecho a ignorar que «la pluma es más peligrosa que la pistola»,[v] como al parecer dijo uno de los jueces improvisados del poeta al negarle el indulto.

Pocos conflictos se entretejen con tantos mitos y leyendas como el español. No en vano, un ministro catalán confiaba complacido a un corresponsal inglés: «Este es el conflicto más fotogénico jamás visto».[vi] También en esto radica su papel anticipador de la Segunda Guerra Mundial y de las guerras que se han sucedido hasta el día de hoy –desde Corea hasta Irak, desde Afganistán hasta la antigua Yugoslavia–, donde la propaganda y la desinformación se han empleado sistemáticamente como instrumentos bélicos. Han hecho falta setenta años para que estuviera disponible la suficiente documentación, tras la larga glaciación franquista del «pacto de olvido».[vii] Esto ha permitido arrojar luz aunque no siempre toda la luz sobre muchos incidentes polémicos o, por lo menos, reconstruir la forma en que las propagandas trabajaron para deformar la realidad. Desde las empresas de la Escuadrilla Malraux[viii] a las gestas de la Pasionaria, desde el bombardeo de Guernica[ix] a la epopeya del Quinto Regimiento y hasta el grito atribuido al general Millán Astray de «¡Viva la muerte!» –que provocó la protesta del filósofo Unamuno–[x], la guerra civil española fue un vivero de ideales y un laboratorio de supercherías. No faltan quienes sostienen, apoyándose en numerosos argumentos técnicos, que incluso la fotografía más famosa del conflicto, el miliciano moribundo de Robert Capa, es una falsificación.[xi] Tampoco sorprende que la expresión quinta columna se acuñara entonces.[xii]

España era Europa y Occidente, por supuesto, en el más elevado sentido de la palabra. Pero era una Europa y un Occidente, en parte, atípicos, que seducían a los estetas: un país que se había mantenido al margen de la odiada civilización burguesa y mercantilista del siglo xix, aplastado por el inmenso esplendor no monetizable de un pasado arcaico, orgulloso, rural y medievalizante. España no había entrado plenamente en esa modernidad que Europa había dado por sentada desde 1914, con la Primera Guerra Mundial y sus trastornos, de los que ésta había quedado exenta, como habían revelado de diversas formas sus grandes intelectuales –Unamuno, Ortega, Madariaga y otros–. Pero también había sido el laboratorio, antes y después de la caída de la monarquía, de todas las tendencias y propuestas de derechas y de izquierdas: autonomistas y clericales, «jóvenes bárbaros» modernistas y requetés carlistas, anarquistas y falangistas, con mil conexiones sutiles y odios tenaces, viscerales, a menudo incomprensibles para el extranjero.

La crisis de autoridad de las élites tradicionales se había desarrollado también de manera autónoma en España, tras la derrota en la guerra de 1898 contra Estados Unidos y la liquidación de las últimas posesiones imperiales. La no participación en la Gran Guerra había enriquecido al país, pero lo había marginado espiritualmente. La crisis continuaría en los años veinte y treinta con nuevos reveses coloniales, el desprestigio de la monarquía, el advenimiento de una Weimar ibérica.[xiii] Sin embargo, no podemos olvidar que los intelectuales españoles estaban en su casa, mientras que los extranjeros trasladaban a España batallas ideológicas y propagandísticas que guardaban una relación a menudo ambigua e instrumental con los orígenes, las causas y las características de aquella Guerra Civil, en general poco conocidos. La internacionalización cultural del conflicto se produjo con una espontaneidad que sólo más tarde parecería sospechosa. La movilización de la opinión pública progresista fue la gran obra del Komintern, tras los preparativos del Congreso de Intelectuales.