En conjunto, las pérdidas del CTV fueron elevadas, equiparables a más del 10 por ciento del número de efectivos entre muertos (6.000) y heridos (15.000), lo que demuestra que los italianos en España, voluntarios o no, combatieron de verdad y pagaron un alto tributo de sangre. Pero es sobre todo en el plano político donde el balance de la intervención se muestra negativo. La ilusión de hacer de España el caldo de cultivo de «nuestra verdadera Europa» fracasó.[i] Mussolini vio comprometida definitivamente su imagen de realpolitiker y de mediador al ser desautorizado por Hitler sin obtener ninguna contrapartida estratégica por parte del nuevo régimen franquista: ni una base en las Islas Baleares o en la costa mediterránea, ni el compromiso de atacar a Gibraltar en caso de un conflicto generalizado con las democracias. El único consuelo del Duce era que ni siquiera el Führer obtendría reconocimiento o concesión alguna, salvo la adhesión platónica de España al Pacto Antikomintern el 27 de marzo de 1939, vísperas de la ocupación de Madrid, y un igualmente platónico acuerdo de amistad bilateral, sellado dos días más tarde.[ii]

 

Se recuerde como se recuerde al Caudillo, «el Centinela de Occidente», la historia no podrá negar que este «mediocre general con voz de castrato, de temperamento implacablemente frío, de crueldad impersonal»[iii] logró su propósito de ganar la guerra gracias a la ayuda extranjera para, a continuación, ser capaz de mantener todo lo extranjero, amigo o enemigo, fuera de las fronteras de la patria. Realmente tanto para él como para el Gran Inquisidor de Verdi, «en hispano suelo nunca había dominado la herejía»,[iv] ni debía dominar. Los historiadores nacionalistas se movieron al unísono en el menoscabo –especialmente después de 1945– de la contribución alemana e italiana. Entre la opinión pública española ha perdurado durante mucho tiempo la creencia de que la Guerra Civil y su fin se decidieron por nuestra participación en ella.

Volvamos a la propaganda fascista. La suma de la que disponía el cónsul Guglielmo Danzi con fines de agitación y propaganda, de media un millón de pesetas por trimestre, no parecía dar grandes resultados. Asimismo, la evidencia de los escritores y periodistas movilizados para seguir el conflicto y cantar las alabanzas de la «cruzada antibolchevique» se revelaba en su conjunto modesta. Podemos dividirlos en tres grupos. El primero es el de los corresponsales de guerra, seleccionados entre las firmas más agresivas del régimen: Luigi Barzini Jr., Guido Piovene,[v] Indro Montanelli, Nello Quilici (Spagna, 1938), Sandro Volta (Spagna a ferro e fuoco, 1939), Virgilio Lilli (Racconti di una guerra, 1941) y Vittorio G. Rossi (Via degli Spagnoli, 1936 –y nueva edición de 1942–, de tema más lírico-poético que bélico). No podía faltar aquí Malaparte, que dedicó un doble número de su revista Prospettive a «Los italianos en España», exaltando la figura de Bonaccorsi, el ya mencionado Carnicero de las Baleares.[vi]

El libro de Lilli, por ejemplo, expresa desde el prólogo un grito de rebeldía moral que extrañamente no cae bajo las tijeras de la censura:

«He llorado tanto los muertos enemigos como los amigos, tanto al miliciano de los Pirineos como al flecha negra de Cataluña. […] Y una vez más la guerra me ha enseñado a no amar la guerra […]. Los soldados rojos, como tales, fueron buenos soldados como también lo fueron los blancos. […]  La medalla al soldado rojo es, en definitiva, tan sagrada como la concedida al soldado blanco».[vii]

 

El segundo grupo es el de los apologistas, el de los combatientes viscerales. A menudo se trataba de escritores no profesionales, cuyos testimonios o reconstrucciones parecen, sin embargo, haber sido objeto de un cuidadoso trabajo de editing para exaltar la contribución de los voluntarios italianos a la salvación de España.[viii] Aunque el nivel medio de esta producción sea mediocre, el historiador puede encontrar información útil sobre las condiciones de la vida en el frente y en la retaguardia: las marchas, los enfrentamientos y también los cines, los cafés, las corridas –que, sin embargo, los anarquistas consiguieron prohibir en casi toda la España republicana–, las relaciones con la población y, por supuesto, los burdeles.

El tercer grupo es el de los estudios de carácter político, diplomático, militar, etcétera –de mayor densidad y condicionados ideológicamente–, que dan ya una idea bastante precisa de las circunstancias y finalidades del conflicto.[ix] Una curiosidad: encontramos aquí también el nombre de un agitador «conocido por haber reclutado a cientos de aviadores», André Malraux.[x]

Si hemos hablado de una muestra en su conjunto modesta de los intelectuales del área fascista no es sólo por la caducidad de los valores que expresaban. Es sobre todo por la debilidad de su inspiración. Los intelectuales no «sienten» en el fondo aquella guerra. La comparación con la campaña etíope es reveladora: aparte de las supuestas intenciones civilizadoras, se había desatado en este caso un resorte sincero de revancha contra la hipocresía y el egoísmo de los ricos imperios coloniales, empezando por el británico. España era otra cosa: para muchos jóvenes no era una batalla italiana ni, repetimos, una batalla fascista en sentido revolucionario. Marinetti declaraba que no hacía falta salvar a España de la tradición y el conservadurismo, sino más bien lo contrario. Era preciso impedir que «el antiguo hollín de las hogueras católicas ensuciara de nuevo el horizonte».[xi] ¿Por qué jóvenes atraídos por el radicalismo antiburgués que el régimen había vuelto a predicar, cercanos a los ideales del «fascismo rojo», debían defender a la clase pudiente española que había armado a los rebeldes? ¿Qué los unía a los privilegiados, que tal vez combatían con obstinación, pero que a menudo preferían esperar la victoria en las plantaciones brasileñas y argentinas, en los casinos de Estoril, en los grandes hoteles de Biarritz?[xii]

Limitémonos también aquí a dar algunos ejemplos. Poetas de Hoy, animada por Fidia Gambetti y una de las revistas punteras de esta «joven guardia», publicó las primeras traducciones de Giuseppe Valentini de las poesías de Federico García Lorca, de quien aún se desconocía el asesinato.[xiii] Elio Vittorini lanzó en Il Bargello de Florencia un llamamiento a la solidaridad con los republicanos españoles que le valió la exclusión del Partido, tras lo que meditó con su amigo Vasco Pratolini la idea de incorporarse a las filas republicanas. El piamontés Davide Lajolo se enroló, sin embargo, con los voluntarios, atraído por el buen salario y por el ansia de aventuras. Al regreso publicó su bravucona apología del conflicto Bocche di donne e di fucili (1939),[xiv] que, no obstante, era ya entre líneas una denuncia de la inutilidad del sacrificio de tantos jóvenes como él de un lado y del otro. Retomó largos pasajes en su autobiografía de veinticinco años después, Il voltagabbana, cuando ya se había convertido en un exponente activo de la intelligentsia comunista. Antonio Delfini era un marginal de lujo, un esteta armado-desarmado, de familia rica de Módena y sensibilidad finísima. Su congénita falta de implicación política hizo que sus comprometidísimos amigos Mario Pannunzio y Arrigo Benedetti fruncieran el ceño, pero no hasta el punto de rechazar el dinero con el que financió sus primeras actividades editoriales. Después de la guerra, Delfini firmó el manifiesto de un «partido comunista-conservador» acercamiento menos bizarro hoy de lo que pareciera entoncese intentó demostrar que la Cartuja de Parma, descrita por Stendhal, era en realidad la de su ciudad natal. Nadie lo tomó en serio. No obstante, Delfini había venido publicando desde 1938 el mayor texto literario italiano sobre la guerra de España, funciona como escenario en Il ricordo della Basca, cuento sobre el casto idilio entre un soñador de provincia y la hija de un profesor vasco en el exilio: elección que evidencia la condena moral, con el bombardeo de Guernica y las matanzas de Santander como telón de fondo.[xv] También en la otra Italia, la de la emigración antifascista, la movilización es amplia, pero con motivaciones muy distintas y una mayor concienciación. El antifascismo italiano se sitúa en primera línea dentro de España muy pronto: entre los mandos y entre las tropas, tanto en el frente como en la retaguardia. Los italianos representaban numéricamente el tercer contingente de las Brigadas Internacionales las estimaciones más fiables varían entre 3.350 y 4.000 combatientes, después de franceses y alemanes.[xvi] Estaban igualmente presentes en las modestas formaciones de la aviación republicana.[xvii] Los primeros voluntarios fueron incorporados a la xxii Centuria de las Milicias Populares, alojada en el cuartel Lenin de Barcelona, y vívidamente descrita por Orwell al principio de su Homage to Catalonia. Fueron después transferidos a la xii Brigada Garibaldi, instituida sobre la base de un efímero acuerdo entre comunistas, socialistas, republicanos, libertarios y anarquistas, y con un himno propio: Somos hermanos de España y de Italia. Las bajas fueron en proporción aún más elevadas que del lado de los voluntarios: 680-700 brigadistas, entre el 15 y el 18 por ciento de los efectivos.