II

 

Bishopspark, o Bishop’s Park, uno entre los más agradables jardines londinenses a orillas del Támesis, fue en sus orígenes la residencia de los obispos de la capital. Hoy es el centro de un área en pleno desarrollo inmobiliario con evidentes resquicios especulativos, predilecta de la joven población cosmopolita –incluida la italiana– que trabaja en la City y en los estudios profesionales, y puede permitirse alquileres desorbitados. Más grande de lo que puede parecer a primera vista, el parque se extiende a lo largo de quince hectáreas con numerosos campos de tenis, una zona de juegos para niños y un pequeño lago en miniatura. Una vez al año un público entusiasta sigue desde allí el épico desafío de las regatas entre los equipos de Oxford y Cambridge. Es difícil pensar que este pequeño edén retro fuese, antes de la guerra, uno de los núcleos duros de la protesta obrera. Quien se adentre en las avenidas, dejando a sus espaldas la morada eclesiástica, se topará casi al llegar al río con un arco de hierro que, tras una breve escalinata, conduce a una lápida de granito. Está dedicada a los voluntarios de los (entonces) proletarios barrios de Hammersmith y Fulham que se enrolaron en las Brigadas Internacionales durante la guerra civil española: «Ellos partieron porque sus ojos abiertos no podían ver diversamente», recita el epitafio, que se cierra con el proverbial «¡No pasarán!».

En el dorso de la lápida hay grabados treinta y nueve nombres –algunos incompletos, otros repetidos– que identifican a los miembros de una misma familia: padres, hijos, hermanos. Solitaria la lápida y enfrente, solitario, un banquito de madera con un marbete de latón donde están inscritos: el nombre del donante, Frank McCullough, «sindicalista y combatiente por el socialismo»; su fecha de nacimiento, 1913, que lo convierte en un coetáneo de los brigadistas recordados en el monumento, y también su fecha de muerte, 1998, que hace de McCullough uno de los supervivientes del grupo que tuvo la idea del pequeño cenotafio. Quien se sitúe un poco más allá con la imaginación puede figurárselo durante una bella noche de verano en la que viene a sentarse en el banquito, acaricia con la mirada la lápida y el río en el rojizo atardecer, paladea una pinta de cerveza forzosamente caliente, saluda a los compañeros caídos y se interroga sobre su sacrificio.

¿Quién era en realidad? Una visita al registro del municipio bastaría para satisfacer un repentino, fugaz interés. Pero se puede intentar situar su figura en el magno y goyesco panorama de la Guerra Civil: «la más fotogénica de la historia», como la llamó Claude Cockburn, uno de los mejores periodistas del rugiente Londres, entonces cercano a los comunistas, de quienes después se distanció. Quedó impactado, como muchos otros, por España, que más tarde describió en su autobiografía:

«Cualquiera que no quisiese faltar a la cita decisiva del siglo, iba a darse una vuelta por aquellos parajes. Y quizás le fascinaban tanto como para morir, como para dejarse la piel».[i]

 

En los recuerdos de otro combatiente, el anarquista Albert Metzer,[ii] encontramos el retrato de un tal Frank McCullough, que se distinguió en la guerrilla urbana contra los black shirts de Mosley y fundó en 1937 una publicación de extrema izquierda previsiblemente titulada The Struggle. Es sorprendente que un casi homónimo suyo, el capitán Francis McCullagh, fuera a España como corresponsal del frente junto a las tropas franquistas: una homonimia que habría deleitado a Borges. McCullagh era por aquel entonces bastante conocido y todavía pueden encontrarse en las librerías de viejo dos o tres reportajes sobre su ajetreada vida. Había cabalgado con los cosacos durante la guerra ruso-japonesa y más tarde había sido miembro de la misión militar inglesa en Siberia, experiencia narrada en Prisoner of the Reds (1921). Las crónicas de In Franco’s Spain salieron el mismo año que el otroMcCulloughiniciaba la publicación de The Struggle y todo ello engrosó la enorme batalla de prensa y propaganda que acompañaba y amplificaba la militar.

Los irlandeses, todos voluntarios, que se llevaban al extranjero sus desesperadas ansias de libertad, cayeron en España, en ambos bandos, con particular entereza: cantando a grito pelado para atraer las balas, vaciando todas las bodegas sin nunca rozar a una mujer con un dedo. Es una historia fratricida y romántica, a menudo entre los mismos hombres que habían combatido hacía menos de veinte años una durísima Guerra de Independencia. De hecho, de la costilla del Irish Citizen Army, luego Irish Republican Army –conocido en todo el mundo con el acrónimo IRA–, había surgido una corriente de izquierdas ligada al Partido Revolucionario de los Trabajadores y a otras formaciones radicales que integraron la Columna Connolly, que toma su nombre de un mártir de la causa fusilado por los ingleses tras el asalto a las oficinas centrales de correos de Dublín, en plena Pascua de Sangre de 1916. Hubo también una corriente de derechas, con los setecientos cincuenta blue shirts ¡ya no se sabía qué color inventar entre las dos guerras! del general Eoin McDuffy, otro héroe carismático de la independencia, que combatía con Franco y los alemanes no porque fueran todos ellos fascistas, sino por odio a la República masónica y anticristiana y a la Inglaterra imperialista que la apoyaba, por decirlo así. Esta Bandera Irlandesa se enfrentó con las Brigadas Internacionales y el Batallón Dimitrov en la sangrienta batalla del Jarama en febrero de 1937, la «colina de los suicidios», como se la llamó porque sólo unos locos temerarios podían intentar tomarla.

Mientras tanto en Bishopspark o Bishop’s Park ha caído la noche, y ha caído sobre McCullogh y McCullagh, los Connolly y los McDuffy, hermanos separados, amigos y enemigos de la historia, confundidos y reunidos por un instante en la memoria colectiva de nuestro tiempo. Si en verdad se conserva alguna…

Inglaterra es con toda probabilidad el país que mandó a España el mayor número de intelectuales: se ha calculado que entre los cerca de 2.300 combatientes británicos se escribieron y publicaron 730 obras de diverso género, sobre todo diarístico. Otro dato significativo sobre el compromiso de los intelectuales ingleses con el conflicto se encuentra en una investigación llevada a cabo en su día por la infatigable Nancy Cunard: de ciento cuarenta y ocho escritores entrevistados de Shaw a Wells, de Waugh a Huxley, de Eliot a Pound, de Auden a Spender, una enorme mayoría se mostró a favor de la República y sólo dieciséis se declararon neutrales, hecho que no sorprende debido al corte y las premisas de la investigación.[iii] Para muchos de ellos, era inevitable la referencia a Byron, caído en Missolonghi por la libertad de Grecia en 1824. Arthur Koestler, llegado desde Berlín, donde se había curtido en el Komintern de Münzenberg y había visto de cerca la toma de poder de los nazis, era menos proclive a tales romanticismos y no ocultaba su sarcasmo:

«Toda la bohème internacional de izquierdas se dio cita en España. […] Saludarse con la expresión “Si no me equivoco, nos hemos visto en Madrid” era el chascarrillo inicial de todo cóctel de izquierdas, Lorca llegó a ser el poeta más leído en toda Europa y el pulpo frito, el plato preferido por la intelligentsia».[iv]

 

La comparación con Byron se ve acompañada a veces por la de Rupert Brooke. Valga para ilustrarlo el caso del joven de veintiún años Rupert John Cornford, comunista proveniente de una familia de renombre: el padre era un acreditado filólogo y la madre poetisa, conocida por haber tenido un idilio de juventud con Brooke (de donde, presumiblemente, procede el nombre dado al hijo); además, era nieto de Darwin. En Cambridge había sido abordado, al parecer sin éxito, por el «reclutador» Philby. Tenía un brillante porvenir cuando cayó en el frente a finales de 1936, tras ser destinado a la defensa de Madrid. Igual suerte corrieron otros dos marxistas de las public schools: Christopher Caudwell y Ralph Fox. Este último, uno de los más «ancianos» (treinta y siete años), convertido en comisario político de la Brigada La Marseillaise, dejó, tras muchas obras teóricas, una novela de título emblemático, Captain Youth.[v]

España, la República visto que los intelectuales ingleses combatían casi todos, de un modo u otro, por la República, la libertad y la revolución tenían verdadera necesidad de su sangre, de sus músculos a menudo débiles, de su puntería a menudo incierta, del entusiasmo y del espíritu de sacrificio, raramente compensado por una escasa disposición para la disciplina militar y el combate. Virginia Woolf se preguntaba al meditar sobre la suerte de su nieto predilecto, el poeta y crítico Julian Bell, caído en julio de 1937: «¿Qué le ha llevado a hacerlo? Pienso que se trata de una fiebre en la sangre de los más jóvenes que no podemos entender».[vi]

El emblemático interrogante del destino de aquella generación «Where are the War poets? Killed in Spain» resume el fracaso de los estetas armados: fracasan en la tentativa de sustraerse a la historia, fracasan en el sueño de elevar las masas a mito, fracasan en la dura realidad de las trincheras, contrapuestas al sueño del compagnonnage.

Entre los muchos testimonios que habría que citar destaca Boadilla, la descarnada crónica que el aún no veinteañero Esmond Romilly escribió y publicó a su regreso del conflicto en 1937, y donde pretendió continuar con la pluma la lucha iniciada con las armas por el triunfo de la España republicana. No es y no podía ser la obra madura que produjeron otros, pero constituye una buena síntesis de los diversos aspectos que entonces estaban en boga. Nieto de Churchill, futuro marido de Jessica, una de las hermanas Mitford ninfas egerias del radicalismo británico de derechas e izquierdas, simpatizante de Mosley y del fascismo inglés, se pasó después al socialismo libertario. Esmond había interrumpido sus estudios para dedicarse a mil oficios:

«Por mucho que yo simpatizase ardientemente con la causa del pueblo español, por mucho que yo, de todo corazón, me identificara con ella, estoy seguro de que, si mi vida en Londres hubiese sido como la deseaba, no me habría movido y me habría limitado a los acuerdos y a los parabienes. Doy por descontado que todos los que se han enrolado en las Brigadas Internacionales tenían una “fe política”. Pero ésta no fue necesariamente la única razón por la que se enrolaron».